Te escribo desde este lado de la vida, donde tu ausencia es presencia constante. Te imagino en cada rincón, en cada rayo de luz que toca mi rostro, en cada aroma que el viento me trae. Permaneces, en el eco de las cosas más simples y eternas.
Eras puro arte, mamá. Creabas belleza donde otros veían ruinas. Tus manos no solo arreglaban objetos; les devolvían el alma. Tomabas lo roto y lo transformabas, como si cada cosa que tocabas recibiera una segunda oportunidad para brillar. Me enseñaste, sin palabras, que la vida también puede repararse, que el amor es un pegamento invisible que une los pedazos. Esa creatividad tuya no era solo un talento; era un acto de fe en el mundo.
Y en la cocina, mamá, eras alquimista. Cada plato que preparabas era un poema que se comía con los cinco sentidos. El aroma de tus guisos y las arepas era un abrazo que llenaba nuestra casa, y cada bocado llevaba tu amor como ingrediente secreto. Ahora, cada vez que pruebo algo nuevo o siento un olor que me trae recuerdos, busco desesperadamente los sabores que solo existían en tu sazón. Pero no los encuentro. Nadie cocina como tú, porque nadie ama como tú.
Fuiste una mujer discreta, sencilla, entregada, prudente. Nunca te escuché hablar mal de nadie, ni siquiera de aquellos que tal vez lo merecían. Tenías una forma de mirar el mundo con bondad, de cuidar a todos como si fueran parte de ti. Sandra y yo fuimos tu mayor orgullo, y ese sentimiento me sirve ahora de guía. Vivo con el deseo de ser alguien que honre tu memoria, alguien que refleje un poco de la luz que tú irradiabas.
Pero, mamá, hay algo que no me suelta: la culpa. Me duele sentir que no hice lo suficiente por ti. Y no entiendo, mamá, no entiendo! No entiendo por qué tuviste que enfrentarte sola contra la maldad más despiadada. El solo imaginar lo que sufriste me desgarra, mamá, y casi 10 años después, no encuentro consuelo en nada que me explique cómo pudo la vida, que tantas veces llenaste de amor y bondad, devolverte tal horror.
Recuerdo, mamá, que antes de tu entierro, papá y yo nos sentamos a buscarle sentido al absurdo, como dos náufragos que comparten un único salvavidas. Dijimos que las personas más buenas se van primero, porque cargan el peso del mundo en sus hombros, y sus corazones laten tan fuerte que se gastan antes. Que tu sacrificio es la expresión absoluta del amor; ese que se entrega toditico, sin pedir nada a cambio. Nos consolamos pensando que te habías ido para dejarnos el regalo más grande: el mandato de vivir una vida que brille por ti, que brille por todos. Nos miramos, lloramos, y entendimos que ese era tu legado: enseñarnos a iluminar el mundo con la luz que tú dejaste.
Siempre, mamá, siempre encuentro reflejos de ti en las personas que cruzan mi camino, como si el mundo colocara espejitos para recordarme que sigues aquí. Personas honestas que sufren y trabajan en silencio, con una dedicación suprema. Comprometidas con lo colectivo, aunque dudan de sus propias capacidades, como tú lo hacías. Esa ambivalencia me conecta contigo, porque tú también brillabas mientras creías que eras una más entre nosotros.
Estoy aquí, mamá, tratando de seguir adelante, de construir una vida que te haga sentir orgullosa, aunque a veces me tiemblen las piernas. Voy aprendiendo a cuidarme, cuidar a los mios, así esté lejos o en medio de la nada. Pero no estoy solo, porque tú vives en mí. En mi corazón, en esta memoria viva, en cada palabra que escribo y cada cosa que digo. Gracias por ser mi fuerza, mi musa, mi refugio. Te extraño con todo lo que soy, pero también te siento más cerca que nunca. Estoy aquí, mamá, viviendo por ti, y contigo.
Con todo mi amor,
Jorge
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